La princesa costurera


 Érase una vez, hace mucho tiempo, en un lejano reino cuyo nombre se ha olvidado, una joven de claros cabellos y blanca piel.  La llamaban Frida y era la menor de cuatro hermanos, dos de ellos herreros y el otro recientemente armado escudero.
            Al igual que su madre, y tal y como ella deseaba, Frida dedicaba su tiempo a las labores de costura y ayudando a ésta en casa, más cuando ella no estaba presente jugaba con sus hermanos a duelos de espadas y caballeros, probando algunas de las armas que ellos hacían y vistiéndose con cota de malla.
 Desde que era muy pequeña, Frida acompañaba a su madre a palacio para tomar las medidas de los monarcas para sus ostentosos vestidos.  Fue en una de estas visitas cuando Frida conoció a Isabel, la princesa del Reino, haciéndose buenas amigas a pesar del poco tiempo que podían pasar juntas. Ocasionalmente, ambas evadían sus responsabilidades y compartían divertidos momentos de libertad juntas: jugando en los jardines, bañándose en el lago e incluso descubriendo nuevos lugares. De vez en cuando se citaban en las caballerizas, donde la princesa le prestaba a Frida uno de sus caballos para poder ir a galopar juntas por las cercanías del reino.  Así fue como Frida aprendió a montar.
                La princesa Isabel era ahora una joven esbelta de largos, oscuros y brillantes cabellos como el ónix, con ojos profundos y oscuros como el mar y una fina y blanca piel sobre la que destacaban sus sonrosadas mejillas. Frida podía verla de vez en cuando en algún festival importante o cuando acudía a palacio por algún encargo, pero Isabel estaba realmente ocupada asistiendo a sus clases, a ostentosos banquetes, a reuniones y atendiendo a sus pretendientes. Por su parte, Frida, cada día tenía más encargos que atender y responsabilidades en el hogar, sin embargo no pasaba un día sin que ambas jóvenes desearan estar juntas de nuevo y poder tener esos momentos de libertad juntas.

Un día, una extraña sombra se cernió sobre el reino cubriéndola de tinieblas y penumbra. Félix, el menor de los tres hermanos, entró a toda prisa en casa sobresaltando a Fernando, el mayor de los hermanos, a su madre y a Frida, la cual estaba terminando de sobrehilar un vestido de novia. Muy alterado y con el rostro sudado, Félix comenzó a hablar:
-¡Vengo de entregar la daga que forjasteis para el capitán de la guardia hermano; estaba en palacio cuando sucedió! ¡Todo se cubrió de tinieblas y un extraño hombre apareció de repente entre las sombras y vestido como la noche! ¡Dijo que era un antiguo habitante al que los Reyes desterraron tiempo atrás por practicar la nigromancia y la magia negra! ¡Dijo que fue obligado a despojarse de todo lo que tenía y a vivir en la miseria! ¡dijo que ha vuelto para vengarse y tomar el reino!
- ¡¿Un nigromante?! - exclamó Fernando -. ¿Cómo es eso posible? ¡Qué repugnante!
-¡Dijo que si no le entregaban el Reino, obligaría a la princesa a casarse con él! -continuó explicando Félix.
- ¡No puede hacer eso! ¡los reyes y la guardia no lo permitirán!- exclamó Frida.
- ¡El Rey llamó a la guardia, pero los dejó a todos fuera de combate con sus artes oscuras y después se esfumó  ¡Desapareció!.



 A la mañana siguiente todo el pueblo lo comentaba y algunos estaban realmente asustados, incluidos los Reyes y la princesa Isabel, quien temía por su seguridad, por su destino y por su Reino. 
-Es muy poderoso -pensaba para sí misma Isabel-. Derrotó a la guardia sin tan siquiera pestañear. Debería casarme con el voluntariamente para evitar una masacre pero... ¡No, no puedo dejar el reino en manos de ese nigromante!
 Con esos pensamientos se pasaba los días la princesa, paseando por su alcoba y temiendo el momento en el que el nigromante regresara.

Los días pasaron con normalidad en el Reino y sin noticias sobre el malvado mago. Frida bordaba un corpiño sin dejar de pensar en cómo estaría su vieja amiga y qué sería de ella si el mago la obligaba a casarse con él. ¿Cómo podía ella, una simple costurera, ayudar?
 De repente, Félix abrió a puerta irrumpiendo en la casa y sobresaltando de nuevo a la familia.
- ¡La princesa ha sido secuestrada! - informó atónito.
 Sin querer oír nada más, Frida salió corriendo en dirección a palacio, seguida de Fernando. Cuando llegaron a la gran sala observaron el bullicio que había entre nobles y campesinos. Decían que todas las habitaciones estaban vigiladas, que nadie vio entrar ni salir a nadie; decían que la princesa se esfumó como el humo en su propia habitación. Estaba claro: el nigromante la había secuestrado.

Esa noche Frida no pudo concebir el sueño, pensando en donde estaría Isabel y en qué circunstancias. Daba vueltas en su lecho buscando una posición cómoda que no logró encontrar, cerró sus cansados ojos y algo la deslumbró.  ¡Un hada! ¡Cuando Frida abrió los ojos pudo ver entre la aurea y deslumbrante luz, una hermosa y elegante hada que brillaba como el oro!
-Joven Frida, no temas nada -dijo el hada con una hermosa y suave voz-. Estoy aquí para pediros un favor.
 Atónita y sin pronunciar palabra, Frida escuchó atentamente las palabras de la dama dorada:
- Debéis rescatar a la princesa y evitar que el reino sucumba en el caos. Yo soy el espíritu protector del Reino y de sus Reyes, pero no he podido proteger a la princesa ante el poder de ese nigromante. Por eso acudo a vos: busco un héroe que me ayude con tan perniciosa tarea y sé que vos podréis lograrlo, pues vuestros sentimientos hacia la princesa son puros y vuestro corazón es noble.
 Dicho esto, el hada comenzó a dividirse en pequeñísimas partículas de polvo dorado que, en manos de Frida, tomaron forma de espada. Al tomar su dorada empuñadura, el cuerpo de la joven refulgió como el sol, vistiéndola con una dorada y ostentosa armadura, quedando sus largos e indómitos cabellos ocultos bajo el yelmo.
 Sin más dilación, se dirigió a las caballerizas en busca de el caballo en el que había aprendido a montar: una elegante yegua de pelaje rojizo como el fuego, y partió de inmediato en pos de la princesa y el malvado nigromante que la tenía cautiva.

Tras un largo viaje, dejando atrás el reino y adentrándose en oscuras y desconocidas tierras, Frida encontró un tétrico fuerte en ruinas en lo alto de una colina. Algo le decía que el nigromante y la princesa Isabel estarían allí. Cabalgó veloz hasta llegar a la entrada del fuerte, bajó de su caballo y, sin pensárselo dos veces, abrió el pesado portalón. En el aire había un fuerte olor a humedad y putrefacción, atravesó los lúgubres pasillos y estancias en compañía de las ratas y pequeños insectos que habitaban allí.  Afortunadamente su espada emitía un leve y agradable resplandor que iluminaba el lugar.
 Cuando llegó a una amplia saga llena de cadáveres, una voz fría y profunda resonó en las paredes.
- ¡Nunca te llevarás a la princesa! ¡Nunca podrás derrotarme!
 Inmediatamente los cadáveres comenzaron a erguirse y a atacar a Frida, muchos de ellos armados para la batalla.
 Instintivamente y con total naturalidad, Frida comenzó a luchar. No tenía ni que pensar lo que debía hacer, su cuerpo lo hacía por ella, logrando así derrotar a los enemigos sin apenas esfuerzo. Pronto el nigromante se mostró ante ella, alto, siniestro y amenazante, cubriendo su cuerpo con una túnica tan negra como su propia alma destacando su rostro pálido y su cabello canoso.
 El mago comenzó a atacar a la muchacha con potentes hechizos y ráfagas de fuerza. Consiguió esquivar la mayoría y muchos otros fueron neutralizados por la armadura dorada al chocar contra ésta, hasta que un potente rayo estuvo a punto de impactar contra la cabeza de la joven y ésta se cubrió instintivamente con la espada, provocando que la susodicha absorbiera el rayo y se cargara de una potente energía que enseguida se liberó atravesando el cuerpo del mago y convirtiéndolo en cenizas.
 Frida respiró entrecortadamente tras la ardua batalla y continuó buscando a la princesa ipso facto. Halló, no muy lejos de allí, unas escaleras que parecían descender hasta el mismísimo centro de la tierra y donde reinaba la oscuridad más absoluta. Cuando bajó las escaleras, encontró a la princesa en una celda iluminada levemente con una antorcha.
 En cuanto Isabel vio a ese extraño y brillante caballero se puso en pie y rogó que la sacara de allí. Frida enseguida rompió la cerradura con su espada mágica y liberó a la princesa.
-Por favor, quitaos el yelmo -rogó Isabel-, me gustaría ver el rostro de mi salvador - más cuando Frida se quitó el yelmo, la princesa quedó estupefacta al ver a su vieja amiga -. Todo este tiempo estuve pensando en vos, rogando por salir de aquí y poder volver a vuestro lado.
 La princesa, tan eufórica cómo agradecida y con lágrimas de felicidad en los ojos, besó apasionada y dulcemente a la joven.

Cuando la princesa Isabel regresó, todo el reino lo celebró con una gran fiesta en la que, además, colmaron de riquezas y halagos a la joven heroína que logró salvar su Reino y a su princesa; y donde asimismo, Isabel rogó a sus padres que le permitieran casarse con su salvadora. El Rey dudó un momento pues… ¿quién heredaría el reino sin descendencia? Pero confiaba en su hija y eso era algo que ella misma podría resolver. Por lo tanto el monarca aceptó, al igual que Frida en cuanto la princesa se lo propuso públicamente durante el festejo. 

 Y así el reino tuvo un motivo más que celebrar.


FIN

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